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domingo, 1 de mayo de 2011

Guy Fawkes - 400 años después

Figura histórica muy presente en la actualidad, debido al conocido filme V de Vendetta y al uso de su persona como imagen casi publicitaria por el grupo de ciberactivistas Anonymous, Guy Fawkes es alguien cuya vida le es relativamente desconocida a la mayoría. ¿Quién fue este extraño personaje?

El 5 de noviembre de cada año -desde hace más de 400- se conmemora en Gran Bretaña y en diversos rincones de Estados Unidos, Australia, Canadá y Nueva Zelanda el llamado The Gunpowder’s Plot (“el Complot de la Pólvora”), un atentado contra el edificio y las instituciones del Parlamento británico que, sin llegar a materializarse, sirvió de excusa para endurecer la política de discriminación religiosa contra los católicos.

Durante este tiempo, todos los niños ingleses y, hasta no hace mucho, también los adultos vienen recitando la copla: “Remember, remember, the fifth of November, Gunpowder Treason and Plot. I see no reason why Gunpowder Treason should ever be forgot.” (“Recuerden, recuerden, el 5 de noviembre. Conspiración, pólvora y traición. No veo la demora y siempre es la hora para evocarla sin dilación”). O bien esta otra: “Penny for the Guy, Hit him in the eye, Stick him on a lamp-post and there let him die.” (“Un penique para el hombre, dadle en el ojo, colgadlo de un poste, que allí muera”). La palabra “guy” coincide con el nombre de uno de los conjurados, Guy Fawkes, con cuya efigie se levanta una falla a la que se da fuego, entre petardos y fuegos artificiales, en la noche de cada 5 de noviembre.

El descubrimiento a tiempo de la conspiración (5 de noviembre de 1605) impidió el derrocamiento de la dinastía protestante de los Tudor, personificada en Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, y la entronización de un monarca católico, previsiblemente su hijo el príncipe Carlos, debidamente instruido en los dogmas y los misterios de la iglesia de Roma.

La difunta Isabel I había mostrado una especial ojeriza contra los católicos, a quienes prohibió ir a misa y obligó a asistir a los oficios de la iglesia anglicana. Isabel, excomulgada por el papa en 1570, se había encargado de ejecutar en 1587 –un año antes de la desventura de la Armada Invencible- a la reina de Escocia, alias “Bloody Mary” (“María la Sanguinaria”) para alejar la posibilidad de un golpe de estado de los seguidores de la iglesia de Roma. Cuando le sucedió Jacobo I, casado con la reina católica Ana de Dinamarca, se pensó que se suavizarían las leyes anticatólicas. Ocurrió todo lo contrario: se endurecieron.

El 26 de marzo de 1604, Robert Catesby, Thomas Wintour, Jack Wright y Thomas Percy se reunieron secretamente para intentar acabar con la tiranía y la represión anglicanas. Unas semanas después, Catesby invitó a un quinto conjurado, Guy (Guido) Fawkes, a entrevistarse con el condestable de Castilla, Juan de Velasco, que se hallaba en Londres para negociar un tratado de paz con Inglaterra, después de 20 años de guerra entre las dos naciones, que sería firmado en el tratado de Somerset ese mismo año.


Fawkes tenía una larga experiencia en las artes de la guerra, habiendo luchado en los Países Bajos en un regimiento de exiliados católicos ingleses bajo estandarte español. El plan consistía en colocar unas cargas de pólvora en los sótanos del Parlamento para hacerlas estallar en la próxima ceremonia de apertura. Al año siguiente se unieron al proyecto otros cinco personajes, Thomas Bates, John Grant, Robert Keyes, Robert Wintour y Christopher Wright. Posteriormente, se agregaron Sir Everard Digby, Ambrose Rookwood y Francis Tresham para costear parte de la operación.

Los trece conspiradores alquilaron una dependencia en los sótanos del Parlamento, tras un intento fallido de cavar un túnel debajo del edificio de la cámara de los lores, donde poco a poco fueron almacenando 36 barriles de pólvora, aguardando a que el rey abriese oficialmente las puertas del Parlamento a principios de octubre de 2005 para hacerlos estallar. Pero una epidemia de peste obligó a aplazar la ceremonia hasta el 5 de noviembre.

Diez días antes, un noble católico, William Parker, barón de Monteagle y cuñado de Tresham, recibió una carta anónima en la que se le advertía del peligro que corría al asistir a la ceremonia del rey. Quizás fuera Tresham el autor de la misiva, o acaso Robert Cecil, conde de Salisbury, conocedor desde hacía meses del plan de magnicidio y organizador más que probable, con su equipo de espías e infiltrados, de un contra-complot dirigido a descabezar definitivamente la hidra de la camarilla de conspiradores.

El 4 de noviembre, Salisbury dio orden al jefe de seguridad para que registrase el edificio del Parlamento. Allí encontraron a Guy Fawkes ultimando los preparativos para la voladura. Sometido a tormento, Fawkes reveló los nombres del resto de los conspiradores.



Algunos fueron capturados y ejecutados en el acto. Sometidos a juicio los demás, entre ellos Fawkes, fueron ejecutados “en el mismo lugar que habían planeado demoler”, frente a Westminster, siguiendo la costumbre con los traidores: “Colgándoles del cuello sin dejarles morir, seccionándoles los genitales, echándolos al fuego ante sus propios ojos y, hallándose aún vivos, destripándoles y arrancándoles el corazón antes de decapitarles y despedazarles. Luego se expondrían ante el público las cabezas clavadas en picas y serían arrojados los restantes trozos a los pájaros para su alimento.” Para asistir a las ejecuciones hubo que pagar entradas como a cualquier otro espectáculo de masas.

Aunque el sótano donde se almacenó la pólvora desapareció en el incendio de 1834, desde aquel 5 de noviembre de 1605 la guardia del Parlamento ha seguido registrando el edificio todos los años como preámbulo a la ceremonia de apertura por el monarca –actualmente, la reina Isabel II-, más por conservar la tradición que como precaución, existiendo métodos más modernos para contrarrestar cualquier tipo de atentado. Las consecuencias del fallido golpe sobre los católicos no se hicieron esperar. Se les prohibió servir como oficiales del ejército o de la armada, se les estigmatizó socialmente y se les privó del derecho al voto, exclusión que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX.


Hay quien se pregunta qué habría sucedido de haber triunfado la conspiración y muerto el rey Jacobo I. La verdad es que la mayoría de los católicos desconocían el intento de magnicidio, por lo que seguramente no habrían podido reaccionar –si acaso con temor a las represalias-. Es difícil imaginar que los conjurados habrían logrado secuestrar impunemente al príncipe Carlos, sucesor del rey, como estaba previsto o, en un acto de fanatismo, acabar con su vida.

Las únicas consecuencias del atentado fueron –aparte de la ejecución de los conspiradores y la represión contra los católicos- la celebración del episodio encendiendo hogueras y quemando efigies de Guy Fawkes todos los años para dar gracias a Dios por impedir el acto criminal y proteger a su pueblo elegido -los protestantes- de la conspiración católico-romana. El 5 de noviembre fue declarado “fiesta perpetua para dar gracias a Dios por librarnos de los papistas y como muestra de nuestro odio hacia ellos.”

A pesar de que Carlos I –casado con una mujer católica- quiso acabar con la conmemoración, los radicales protestantes lograron mantenerla como símbolo de la unidad y la conciencia protestante. La festividad de Guy Fawkes adquirió a finales del siglo XVIII una nueva faceta como acto de vandalismo cuando el pueblo se dedicó al pillaje y a arrancar la madera de las casas y las vallas para arrojarlas al fuego como combustible.

A mediados del siglo XIX, el día de Guy Fawkes ya había perdido el significado patriótico y anticatólico, de forma que el Parlamento tomó la decisión de retirarlo del calendario oficial, dejando que siguiera como festejo popular. Con el tiempo, la imagen de Guy Fawkes sería sustituida por la de otros personajes odiados, como el líder nacionalista irlandés Charles Parnell, el Papa de Roma, el zar de Rusia, las sufragistas, Adolf Hitler y hasta Margaret Thatcher, lo que ha motivado el descrédito de la celebración, que parece haber perdido su valor histórico.

Se ha interpretado la costumbre de quemar efigies de personajes odiados por el pueblo, como Guy Fawkes, como parte de un culto pagano que se remontaría a la antigüedad. No hay que rechazar la posibilidad de que las Fallas valencianas nacieran como reacción a la fiesta del fuego protestante anglicano, cuyo objeto de mofa han sido el Papa de Roma y los católicos.

Sea como fuere, Inglaterra sigue con su tradición introduciendo elementos relativamente nuevos como los fuegos artificiales y la costumbre entre los niños de pedir a los mayores “un penique para el condenado” que acaban de fabricar. Las medidas de seguridad han obligado al gobierno británico a prohibir la venta de petardos a los menores de edad. En la trastienda de la noche de Guy Fawkes (Bonfire Night) se hallan bien presentes la hostelería, el comercio y, desde luego, los juerguistas, siendo éste el legado final de aquél grupo de revolucionarios que ha permanecido para la historia.

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